Por: Ricardo López Si y Elena Hita, alumnos del Máster en Periodismo de Viajes 2019.
En una vieja entrevista con Juan Cruz, Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) hablaba sobre un fenómeno literario en Argentina llamado «la catástrofe de Borges», que consistía, esencialmente, en descubrir qué diablos escribir después de Borges.
Mientras le formulábamos en un aula universitaria las típicas preguntas astutas que transpiran más devoción que curiosidad genuina, pensábamos, sin rastro alguno de esperanza, en la inexorable catástrofe que se avecina.
Cuando recuperaste aquella charla con Julio Cortázar para el New York Times, decías que nunca era bueno conocer a quien escribe.
Yo había vivido varios años en París, donde vivía Cortázar, y notaba que todos los aprendices de escritor argentinos que pasaban por ahí trataban de ir a verlo, y yo me hice una promesa de no hacer eso: no hacer lo mismo que hacían todos. Pero no sólo era por no hacer lo mismo que hacían todos, sino por esta convicción de que es mejor no conocer a un escritor que uno admira. De hecho, después volví a Buenos Aires, en el año 83, por primera vez, y trabajaba en la sección de cultura de un diario. Ahí me dieron el teléfono de Borges, que vivía todavía, en la Argentina, donde se aburría mucho porque ya estaba bastante ciego y no tenía mucho que hacer. Entonces agradecía mucho que un periodista fuera a entrevistarlo, porque por lo menos le daba charla. Decían que era muy fácil, que lo llamabas y te daba cita. Yo, durante un año, más o menos, tuve junto al teléfono un papelito con el número de Borges y con frecuencia decía: bueno, le llamo. Pero luego decía: ¿Para qué? Si lo he leído tanto, ¿para qué arruinar esa admiración extrema?
Hubo otros escritores que conocí, sin tener la posibilidad de decidirlo, sin planteármelo, como lo fue Cortázar, que no me interesaba conocerlo, sino hacerle una entrevista. Yo acababa de llegar de vuelta a la Argentina, tenía veintitrés o veinticuatro años, y necesitaba trabajar. Un señor, un amigo librero, me dijo: mañana viene Cortázar a mi librería. Nadie sabía que Cortázar estaba en Buenos Aires. Yo fui a pedirle una entrevista, para el día siguiente o para cuando pudiera, pero que me diera una entrevista. Cortázar me miró y me dijo: puedo ahora. ¿Ahora? ¿Cómo ahora? No tengo nada. Puedo ahora, me dijo. Hicimos dos horas de entrevista y luego fuimos a comer. Pasamos un rato agradable. Y yo le conté una cosa: poco antes había leído un cuento suyo, un cuento largo, casi una nouvelle, que se llama El perseguidor. Es muy curioso, porque es una especie de transposición de la vida de Charlie Parker, ese gran trompetista, uno de los inventores del bebop, la gran revolución del jazz a mediados del siglo XX. El personaje de Cortázar es una transposición de Parker. Lo había releído poco antes y, después de comentarlo con muchos amigos, me di cuenta que este señor, que el jazzman drogón, que al final muere de sobredosis, consume todo el tiempo marihuana. Puedes tener muchas ganas de fumarte un porro, pero no es que tengas un síndrome de abstinencia de marihuana, y ciertamente no te vas a morir de una sobredosis de marihuana. Luego, ya cuando nos íbamos en el taxi, le dije a Cortázar: ¿Y eso de que el personaje es adicto, tiene abstinencia y se muere por una sobredosis de marihuana? Se empezó a reír y me dijo: Yo no tenía ni idea de cómo era la droga cuando escribí esto en el año 58. A mi me sonó marihuana y puse marihuana. Y durante mucho tiempo nadie se molestó por eso. El primero que me dijo algo fue mi traductor, por eso desde la primera edición americana ya aparece heroína.
Querías convertirte en fotógrafo, luego surgió lo de ser historiador, el caso es que comenzaste escribiendo en la misma redacción que Rodolfo Walsh.
Yo quería ser fotógrafo, pero no me hicieron caso y me pusieron a escribir por una serie de azares. Y efectivamente, era un diario, Noticias, con un cantidad de gente muy admirable. Tú te acuerdas de Rodolfo Walsh, que fue mi jefe, uno de los grandes escritores de no ficción en América en el siglo XX, pero en mí tuvo más influencia el redactor jefe del periódico, que fue Juan Gelman, un poeta, premio Cervantes poco antes de morir. Cuando me fui de Argentina en el año 76, me llevé un solo libro: los poemas escogidos de Gelman. Lo tengo todavía, está hecho un estropajo. Por supuesto que fue un gran privilegio haber trabajado con esa gente. Y eso también tiene que ver con una de las cosas en las que el periodismo está mucho peor que hace cincuenta años, que es la semidesaparición de las redacciones, o por lo menos de las redacciones como lugares de acumulación y transmisión de saber, que es lo que fueron durante muchísimo tiempo. Cuando no había universidades donde se enseñara periodismo, ésto era innecesario, porque el periodismo se aprendía en la práctica. Un chico como yo, de dieciséis años, que más o menos redactaba bien, que tenía ciertas ínfulas literarias, que tenía alguna información y muchas ganas, conseguía por alguna razón entrar en una redacción. Y ahí te ponían a hacer cosas espantosas, como servir café, e ibas progresando en esa escala. El caso es que ahí aprendías de la gente que sabía mucho. Todos estos tipos, Walsh y Gelman, ya entonces habían publicado toda su obra. Los grandes periodistas seguían en las redacciones y servían como correa de transmisión de ese saber. Y eso es una pérdida importante, porque las redacciones era un lugar decisivo para la formación de los periodistas. Estar ahí era jugarte todo cada día, ganarte el puesto, hacerte notar. Además las jornadas no se acababan cuando se cerraba el diario, después te ibas a tomar una ginebra y escuchabas las historias ridículas, las viejas batallitas. Había toda una reproducción de ese saber. Yo, en general, soy muy poco adepto de idealizar tiempos pasados, soy estúpidamente optmista, pero en eso me parece que se perdió algo.
En Lacrónica hablas sobre «un intento antes fracasado de atrapar al tiempo en el que uno vive, pero su fracaso es una garantía porque permite intentarlo una y otra vez». ¿El género de la crónica es literatura o periodismo? ¿Por qué nos empeñamos demasiado en ponerle etiqueta a todo?
Lo del fracaso tiene que ver con una frase de Samuel Beckett: intenta de nuevo, falla de nuevo, falla mejor. Uno sabe que casi seguro va a fallar, pero eso no debería ser obstáculo para volver a intentarlo. Y además porque si uno creyera que logró lo que quería, dejaría de hacerlo. Es lo más desmoralizador que se me podría ocurrir: lograr algo que supuestamente querías. Prefiero fracasar un poquito mejor. En cuanto a las etiquetas, no me interesan demasiado. Mi amigo Juan Villoro tuvo un éxito absoluto cuando dijo esto de que la crónica es como el ornitorrinco de la prosa, porque es un animal hecho de partes distintas: es un poco mamífero, un poco palmípedo, un poco ave, un poco no sé qué. Y la crónica es eso: un poco relato, un poco ensayo, un poco teatro, un poco historia. Yo, envidioso como soy, le decía que si vamos usar un ejemplar de la flora y la fauna, preferiría el kiwi, que tiene la ventaja de no saber siquiera si es un animal o una fruta.
Me dan igual las etiquetas, lo que sí interesa es crear confusión, encontrar cosas nuevas que sirvan para contar la realidad. De eso se trata: encontrar formas. Siempre digo que me parece que lo que llamamos nuevo periodismo ya está viejo, porque es un procedimiento que fue muy interesante hace sesenta años, donde Walsh fue pionero absoluto, que fue usar otras formas literarias para contar la realidad: esas formas literarias que usaron Walsh, Capote, Mailer o García Márquez fueron básicamente la novela social o la novela negra americana de los años veinte o treinta. Y estuvo muy bien, fue genial, hicieron eso porque era un mecanismo de lo más interesante, era una apropiación de otras formas literarias para contar la realidad. Lo que a mí me da un poco de pena es, que en muchos casos, seguimos escribiendo nuevo periodismo o periodismo narrativo con los hallazgos de Walsh, Capote y Mailer, cuando lo que vale la pena es aplicar una y otra vez el procedimiento; es decir, seguir buscando en el ancho campo de la literatura otras formas y recursos de contar la realidad.
En Una luna dices que realmente viajar es la confesión de la impotencia: ir a buscar lo que te falta en otros lugares. ¿Viajas realmente para contar esa sensación de no tener o viajas para mirar aquello que estás buscando contar?
Es una especia de constatación más causal, estructural: si uno tuviera todo lo que quiere no iría a ninguna parte. Viajar es la confesión de una incompletitud, de una impotencia. Vas a otros lugares para completar algo. Hay gente que nunca se da cuenta de que le falta algo. Mucha gente vive así, de algún modo, sin confesarse. Pero una vez que eso te lleva a salir, no me parece interesante hablar sobre eso.
Quizá por eso luego, en Larga distancia, hablas sobre la importancia de la mirada, ¿cómo influye esa mirada a la hora de viajar y contar?
Para mí, la mirada es lo más inexplicable, lo más misterioso. Sería en realidad la capacidad para asociar. El hecho de que algo que lo ves te produce alguna reflexión, algún recuerdo, alguna pregunta, algún interés. La mirada es ver algo que luego pueda, de algún modo, ser escrito. Es raro, yo mucho tiempo lo di por supuesto. La gran ventaja del periodismo es que te da una especie de habilitación profesional para ser un voyeur.
Una vez, hace tiempo, estaba trabajando en un libro sobre el interior argentino. Me faltaba una ciudad que se llama Córdoba, y entonces decidí escribir el capítulo correspondiente. Precisamente en esas fechas se enfermó mi hijo, pero yo me fui igual, pensé que tampoco podía hacer mucho por él en Buenos Aires. Y me pasé esos ochos días rondando por la ciudad y no veía nada. Ésta cosa de la mirada se había obturado. Nunca me había pasado. Entonces ahí descubrí que eso no era una condición ineludible. Descubrí que podía no suceder, y me dio un poco de depresión.
Hablando de cosas ineludibles, la lectura…
Escribir es prolongar la lectura. Si no lees, es imposible. Es como si alguien quisiera tocar la guitarra y no escuchara música: no sabría qué hacer, no tendría acordes en la cabeza, no tendría ritmo, no tendría nada que hacer con ese instrumento. Y ésto, que parece de mínimo sentido común, mucha gente no lo practica. Es una cosa rarísima: hay gente que piensa que puede escribir sin leer.
En Ahorita, publicado el año pasado, dices que siempre es difícil contar el presente, que son reflejos de este ahora que más bien es ahorita, ¿cómo se le presenta el ahora al periodismo?
Suelo, como lo dije antes, creer que el futuro siempre es más o menos mejor. Ahora hay una cantidad de posibilidades increíbles. ¿Cómo se usan esas posibilidades? Bueno, ahí le toca a cada uno tener el talento, la inventiva para hacer algo con eso. Pero nunca se pudo viajar tanto, nunca se pudo transmitir más y mejor mejor aquello que uno ve. Ahora cualquiera puede filmar, fotografiar, entrevistar. Antes no era fácil. Yo hace 20 años empecé a hacer reportajes con una camarilla de video y para eso había estado esperando otros 20 años. Es muy impresionante. Las posibilidades que hay ahora no las hubo nunca. Luego hay mucho más competencia, pero las posibilidad están.